Archive for the ‘juventud’ Category

La soledad de los nuevos adolescentes

2 de junio de 2017

Aika_Whatsapp

Ahora que se cumplen 50 años de la publicación de Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez, parece casi imposible que en la era de la comunicación, de la información en tiempo real, de herramientas como Whatsapp o Skype, tengamos la impresión de que las personas vivimos cada vez más aisladas, más incomunicadas. Aunque no lleguemos al extremo de padecer el Síndrome de Hikikomori que sufren muchos adolescentes hay cada vez más personas que no necesitan salir de sus casas, de sus habitaciones, para interaccionar con sus semejantes. Con un teléfono móvil, un ordenador y acceso a Internet, tenemos todo lo imprescindible para colmar nuestras necesidades de vivir en sociedad. Hace algunas décadas pasábamos mucho tiempo en las sobremesas, con las reuniones de amigos o en tertulias. Necesitábamos el contacto físico y visual, la cercanía, porque esa es la esencia, junto con el lenguaje, de la vida social. Las discusiones interminables, la confrontación de ideas, la capacidad de convencer y ser convencidos mediante la palabra y el gesto ya no son necesarias. Ahora se impone lo que es trending topic, las visitas en Youtube o los seguidores en Instagram, en Twitter o en Facebook. Queremos tener muchos «amigos» y obtener muchos «me gusta» en las publicaciones, porque siempre estamos publicando, reenviando, copiando y pegando y pocas veces pensando. Porque son muy pocos los que crean y piensan y muchos los que copian.

Podemos llegar en muy poco tiempo a cualquier lugar del mundo, podemos hablar con las personas que queremos o con las que trabajamos en tiempo real aunque nos separen miles de kilómetros. Son unas ventajas enormes, pero… En la soledad de la masa, de la habitación familiar o del apartamento alquilado, la distancia ya no importa. Cada vez nos encontramos más a gusto, más cómodos, si nos comunicamos con las nuevas herramientas. Ya no tenemos que fingir alegría, miedo o sorpresa porque no ven nuestros ojos, nuestros rostros. Podemos insultar, desprestigiar o elevar al Olimpo solo pulsando un botón, escribiendo menos de ciento cuarenta caracteres o reenviando mensajes, muchos de los cuales son mentiras, son falsos. Pero no importa, viajan por la red y se multiplican por segundos creando estados de opinión, manipulando conciencias, aniquilando personas u originando conflictos. La inmediatez del mensaje exige respuestas rápidas. Y esa rapidez está enfrentada con la reflexión. Ese es uno de los graves problemas a los que los adultos, y sobre todo los docentes, tienen que hacer frente.

Los adultos, sobre todo aquellos que ya estamos en una edad en la que la curva del tiempo está descendiendo, podemos comparar, podemos elegir cualquier forma de comunicación, con o sin Internet, con o sin Whatsapp, con o sin Twitter o Skype porque hemos nacido y crecido sin móviles, sin ordenadores, casi sin televisión. Y podemos comparar y decidir. Pero nuestros hijos o nuestros nietos no conocen otra forma de relación. Les parece demasiado simple o cutre o antediluviano cualquier tiempo pasado. Quizás alguna música o algún personaje les parezca interesante, pero cada vez menos. Lo virtual se impone a lo real, no siempre, pero cada vez más.

Siempre ha habido enfrentamientos entre generaciones, entre padres e hijos, porque eso es sano, la necesidad de romper vínculos, de salir del cascarón definitivamente. Autonomía y libertad, la gran lucha entre jóvenes y menos jóvenes existe desde el principio de los tiempos. Ahora tenemos que adaptarnos a las nuevas situaciones porque en ello está el futuro de aquellos a los que pasaremos la antorcha. Y la familia, la escuela o el instituto son realmente los garantes de que la sociedad subsista con un mínimo de calidad en las relaciones interpersonales, con una adecuada educación emocional y con el imprescindible contacto social.

Recomiendo la lectura del artículo Whatsapp, los adolescentes y el nuevo no tiempo publicado en Aika Educación en el que se reflexiona sobre todo esto y mucho más.

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Ser realmente joven

19 de septiembre de 2016

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Hace poco me recordaron el comienzo del discurso que Antonio Machado tenía pensado realizar en la Conferencia Nacional de Juventudes que se celebró en Valencia los días 15, 16 y 17 de enero de 1937. Por problemas de organización no lo pudo leer, pero fue incluido en su libro La guerra, publicado ese mismo año. Esa intervención fallida la tituló Discurso a las Juventudes Socialistas Unificadas.

En aquellos tiempos convulsos era imprescindible encontrar y lanzar al viento palabras e ideas que canalizaran e impulsaran las energías de los que iban a reconstruir el país, que se estaba desangrando y desmoronando por una cruel guerra civil. Si en todas las épocas la esperanza de mejorar el presente se encuentra en la juventud, que es la que tiene la fuerza, la pasión, la pureza y la rebeldía necesarias para luchar contra los problemas y contra las injusticias, es en momentos difíciles cuando hay que fomentar todos esos valores. No hay que centrarse en los errores, propios de la inexperiencia o de la impulsividad que son características de esas edades, sino aprovecharlos para que se analicen los fallos y para encontrar mejores soluciones. Esa es precisamente una de las principales labores de los docentes, la de ayudar a los estudiantes a reflexionar sobre los problemas de la sociedad, a buscar diferentes alternativas, a realizar preguntas y a encontrar respuestas.

Estamos en momentos complicados que afectan fundamentalmente a los jóvenes, pero debemos concienciarlos de que son ellos, su generación, los que con su esfuerzo, su disciplina, su preparación y su ilusión encontrarán los caminos, los senderos que permitirán salir de esta situación. Nosotros, los adultos, debemos acompañarlos, ayudarlos cuando tengan dudas, evitar que caigan en la desesperación y la apatía que también son compañeros indeseables de viaje. Nuestra labor es difícil: acompañar sin asfixiar, interferir y aconsejar lo menos posible, ayudar cuando nos lo soliciten o cuando sospechemos que necesitan nuestra ayuda, mantener las distancias adecuadas y suficientes, ni demasiado cerca ni excesivamente lejanas. No hay manuales perfectos porque nosotros tampoco lo somos y no podemos pedir su perfección cuando también somos imperfectos.

Dejo hablar al sabio, al poeta, al profesor y reproduzco algunos párrafos del mencionado discurso de Antonio Machado, ese canto ilusionado e ilusionante a la juventud, porque recoge en esencia lo que cualquier persona que se dedique a la enseñanza o a trabajar con adolescentes y jóvenes debería tener constantemente presente.

Acaso el mejor consejo que puede darse a un joven es que lo sea realmente. Ya sé que a muchos parecerá superfluo este consejo. A mi juicio, no lo es. Porque siempre puede servir para contrarrestar el consejo contrario, implícito en una educación perversa: procura ser viejo lo antes posible.

Se vela por la pureza de la niñez; se la defiende, sobre todo, de los peligros de una pubescencia anticipada. Muy pocos velan por la pureza de la juventud; a muy pocos inquieta el peligro, no menos grave, de una vejez prematura. Sabemos ya, y acaso lo hemos creído siempre, que la infancia no se enturbia a sí misma, y hemos adquirido un respeto al niño, loable, en verdad, si no alcanzase los linderos de la idolatría. Se sigue creyendo, en cambio, que toda la turbulencia que advertimos en los jóvenes es de fuente juvenil, y que al joven sólo puede curarle la vejez. Yo he pensado siempre lo contrario. Por ello he dicho siempre a los jóvenes: adelante con vuestra juventud. No que ella se extienda más allá de sus naturales límites en el tiempo, sino que, dentro de ellos, la viváis plenamente. Adelante, sobre todo, con vuestra faena juvenil: ella es absolutamente intransferible; nadie la hará, si vosotros no la hacéis.

Nada temo de la indisciplina juvenil, porque nunca he creído en ella. Mucho temo, mucho he temido siempre de la mansa indisciplina de la vejez, de esa vejez anárquica, en el sentido peyorativo de estas dos palabras —un hombre encanecido en actividades heroicas sabe guardar como un tesoro la llama íntegra de su juventud, y un anarquista verdadero puede ser un santo— de ese espíritu díscolo y rebelde a toda idealidad, siempre avaro de bienes materiales, codicioso de mando para imponer la servidumbre, que, en suma, sólo obedece a lo más groseramente individual: los humores, y apetitos de su cuerpo averiado, sus rencores más turbios, sus lujurias más extemporáneas. A eso, que es la vejez misma, he temido siempre.


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