
Hace poco me recordaron el comienzo del discurso que Antonio Machado tenía pensado realizar en la Conferencia Nacional de Juventudes que se celebró en Valencia los días 15, 16 y 17 de enero de 1937. Por problemas de organización no lo pudo leer, pero fue incluido en su libro La guerra, publicado ese mismo año. Esa intervención fallida la tituló Discurso a las Juventudes Socialistas Unificadas.
En aquellos tiempos convulsos era imprescindible encontrar y lanzar al viento palabras e ideas que canalizaran e impulsaran las energías de los que iban a reconstruir el país, que se estaba desangrando y desmoronando por una cruel guerra civil. Si en todas las épocas la esperanza de mejorar el presente se encuentra en la juventud, que es la que tiene la fuerza, la pasión, la pureza y la rebeldía necesarias para luchar contra los problemas y contra las injusticias, es en momentos difíciles cuando hay que fomentar todos esos valores. No hay que centrarse en los errores, propios de la inexperiencia o de la impulsividad que son características de esas edades, sino aprovecharlos para que se analicen los fallos y para encontrar mejores soluciones. Esa es precisamente una de las principales labores de los docentes, la de ayudar a los estudiantes a reflexionar sobre los problemas de la sociedad, a buscar diferentes alternativas, a realizar preguntas y a encontrar respuestas.
Estamos en momentos complicados que afectan fundamentalmente a los jóvenes, pero debemos concienciarlos de que son ellos, su generación, los que con su esfuerzo, su disciplina, su preparación y su ilusión encontrarán los caminos, los senderos que permitirán salir de esta situación. Nosotros, los adultos, debemos acompañarlos, ayudarlos cuando tengan dudas, evitar que caigan en la desesperación y la apatía que también son compañeros indeseables de viaje. Nuestra labor es difícil: acompañar sin asfixiar, interferir y aconsejar lo menos posible, ayudar cuando nos lo soliciten o cuando sospechemos que necesitan nuestra ayuda, mantener las distancias adecuadas y suficientes, ni demasiado cerca ni excesivamente lejanas. No hay manuales perfectos porque nosotros tampoco lo somos y no podemos pedir su perfección cuando también somos imperfectos.
Dejo hablar al sabio, al poeta, al profesor y reproduzco algunos párrafos del mencionado discurso de Antonio Machado, ese canto ilusionado e ilusionante a la juventud, porque recoge en esencia lo que cualquier persona que se dedique a la enseñanza o a trabajar con adolescentes y jóvenes debería tener constantemente presente.
Acaso el mejor consejo que puede darse a un joven es que lo sea realmente. Ya sé que a muchos parecerá superfluo este consejo. A mi juicio, no lo es. Porque siempre puede servir para contrarrestar el consejo contrario, implícito en una educación perversa: procura ser viejo lo antes posible.
Se vela por la pureza de la niñez; se la defiende, sobre todo, de los peligros de una pubescencia anticipada. Muy pocos velan por la pureza de la juventud; a muy pocos inquieta el peligro, no menos grave, de una vejez prematura. Sabemos ya, y acaso lo hemos creído siempre, que la infancia no se enturbia a sí misma, y hemos adquirido un respeto al niño, loable, en verdad, si no alcanzase los linderos de la idolatría. Se sigue creyendo, en cambio, que toda la turbulencia que advertimos en los jóvenes es de fuente juvenil, y que al joven sólo puede curarle la vejez. Yo he pensado siempre lo contrario. Por ello he dicho siempre a los jóvenes: adelante con vuestra juventud. No que ella se extienda más allá de sus naturales límites en el tiempo, sino que, dentro de ellos, la viváis plenamente. Adelante, sobre todo, con vuestra faena juvenil: ella es absolutamente intransferible; nadie la hará, si vosotros no la hacéis.
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Nada temo de la indisciplina juvenil, porque nunca he creído en ella. Mucho temo, mucho he temido siempre de la mansa indisciplina de la vejez, de esa vejez anárquica, en el sentido peyorativo de estas dos palabras —un hombre encanecido en actividades heroicas sabe guardar como un tesoro la llama íntegra de su juventud, y un anarquista verdadero puede ser un santo— de ese espíritu díscolo y rebelde a toda idealidad, siempre avaro de bienes materiales, codicioso de mando para imponer la servidumbre, que, en suma, sólo obedece a lo más groseramente individual: los humores, y apetitos de su cuerpo averiado, sus rencores más turbios, sus lujurias más extemporáneas. A eso, que es la vejez misma, he temido siempre.